jueves, 29 de diciembre de 2011

Mateo y Ana

Barcelona (2011). Fotos: María Brito
Solo me llevó unos segundos reconocerlos. Cruzaban la calle cogidos de la mano, como caminan siempre desde su reencuentro. Su paso era también fácilmente identificable: no llevaban prisa, ni miraban escaparates, ni se paraban ante las maravillas de Gaudí. Aunque les hacía en Madrid, paseando por la Gran Vía, no dudé ni por un segundo que se trataba de ellos. Subían el Paseo de Gracia por la acera que lleva a la Pedrera, y crucé con ellos (vale, tras ellos) las calles Aragón, Valencia y Mallorca, hasta que por fin dieron con un banco deshabitado y tomaron asiento, probablemente fatigados de recorrer media España. Se ve que no querían compañía; ellos no la necesitan. Llevaba la cámara en el bolso y no me pude resistir. Les he sacado, al menos, media docena de fotos. Necesitaba una prueba de este encuentro para mostrársela  a Santiago. Seguro que me hubiera creído sin evidencias, pero aun así quise inmortalizarlo. Durante unos segundos me inquieté pensando en que también yo podía tener a mis espaldas a alguien observándome, y lo que podía estar pensando de esta persecución: ¿Qué hace esta pirada siguiendo a unos pobres viejos y sacándoles fotos por doquier? Pero si los conocieran, me entenderían. Todos queremos una vejez como la de Mateo y Ana, en la que el pasado ya no importa, donde vivimos cada segundo conscientes de que el futuro ya está muy cerca. Con historias como las de ellos mi temor a envejecer se desvanece. 

Nota: Mateo y Ana son dos personajes de la novela Sentados de Santiago Gil, a quienes tomo prestados, sin permiso, para esta entrada.

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