miércoles, 14 de diciembre de 2011

En compañía de Apolo


Foto de Todd Winters
Cuando mis padres se independizaron de mí yo acababa de cumplir los veinte. Se volvían a su tierra tras veinticinco años fuera y mis hermanos les acompañaron. Madrid les había tratado bien, pero nunca terminaron de acostumbrarse al anonimato de la gran ciudad, precisamente la razón por la que yo no podía alejarme de ella. Ocupé la habitación matrimonial, la única que daba a la calle, y rodé la cama junto al balcón, en mis ansias por tocar la luz que durante años me fue arrebatada. Para ayudarme con los gastos de la casa, por las otras dos habitaciones dejé que empezaran a desfilar gremios. El primer año fueron dos canarios estudiantes de periodismo y con ellos llegó el contrabando de tabaco y equipos electrónicos. El segundo año descubrí las ventajas de compartirla con estudiantes peninsulares que me dejaban disfrutar de mi soledad en cada puente o fiesta familiar. Los primeros fueron dos aprendices a meteorólogos y la casa se llenó de líneas isobaras, masas de viento y ciclones. Les siguieron dos futuros psicólogos, adheridos a otros cuatro compañeros de clase, y me encomendé a Apolo para nunca necesitar de sus servicios -no había un solo cuerdo entre aquellos amantes del psicoanálisis. El cuarto año pasaron los artistas, algo más cabales pero dejando huella - no quedó un mueble sin una salpicadura de pintura, el lavabo se volvió azul grisáceo y en la ‘Avenida Marítima’ (el nombre que los canariones habían dado al largo y helado pasillo que cruzábamos enfundados en mantas de Iberia) no cabía un círculo más de Kandinsky, las boquitas de piñón de Modigliani practicaban el boca a boca y los periódicos de los bodegones de Juan Gris salían por la ventana. Con ellos me planté. Ya tenía trabajo y podía hacer frente a las facturas. Fue entonces cuando empecé a enamorarme de la soledad. Apolo III, no obstante, sigue de mi lado y cuando se vaya llegará otro. Al fin, Magerit es una ciudad de gatos.



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